viernes, 26 de agosto de 2011

La nueva profecía.


Eran incontables las emociones que recorrían la mente y el alma del universitario. Darren, que se encontraba abatido, destrozado, marchito por dentro; incontables las razones por las que se encontraba justo en ese lugar, en el que habían ocurrido tantos acontecimientos, que habían marcado su ser, cambiándolo por completo. Ese lugar era el aula 316, donde se impartían clases de latín. Siempre le había gustado esa asignatura. Le encantaba imaginarse a sus amigos, los romanos, preparando sus ataques, planeando la guerra... Pero, el día diez de Abril, todo cambió.
Ese día se levantó temprano, deseoso por ver a su amiga Matilda, pues era el día de su cumpleaños. Así pues, se vistió rápidamente, y acudió al aula preferida de ambos. Corrió por el pasillo, hasta llegar a la puerta, el punto de encuentro con Matilda. Allí se
encontraba ella, sentada en el suelo leyendo un libro grande y pesado, mientras tarareaba la canción que se escuchaba a través de sus auriculares. Se sentó a su lado, esbozando una luminosa sonrisa, y cerró el libro que su amiga leía. Ella se giró, sonrió a su vez, a lo que Darren respondió:
-¡Felicidades! ¿Qué tal has dormido? ¿Has llamado a tus padres? ¿Cuánta gente te ha felicitado antes que yo? ¿Soy el primero?
Después de esa lluvia de preguntas, Matilda se alegró de tenerlo con ella, y se dio cuenta, una vez más, del gran amigo que tenía.
Cuando la profesora Schiele entró en el aula, ellos ya estaban preparados para una lección más, una lección que ellos consideraban especial, porque era el latín lo que los había unido. Comenzaron la clase cuando todos los alumnos hubieron ocupado sus asientos, y, una vez más, se sintió embriagado por el recuerdo de su tierra, de su época, que había abandonado tiempo atrás, dejando a su pueblo a la merced de los dioses. Su pueblo era la antigua Roma, y él era el heredero, el próximo emperador, y quería hacer algo antes de ascender, algo por lo que fuera recordado. Así que construyó una máquina del tiempo, y viajó hasta nuestros días, adaptándose a nuestra sociedad, para descubrir lo que le esperaba a su pueblo, a sus descendientes. Mas solo Matilda sabía su
procedencia.
La clase de latín prosiguió normal, igual de cautivadora que siempre.
Pero de repente, todas las luces se apagaron, interrumpiendo la explicación de la profesora, y un escalofrío recorrió la médula de Darren, dejándolo mareado y confundido.
Una sombra negra y encapuchada se adentró en el aula, dando un portazo. Se acercó al sitio de la profesora, delante de los alumnos asustados, y sacó de dentro de su abrigo una esfera luminosa, que estalló. De la esfera surgió una voz femenina, temblorosa y aguda, que pronunció unas palabras.
-El heredero de nuestro reino, Darío Laureano, que se hace llamar Darren entre vosotros, debe volver a nosotros, pues ya pasó largo tiempo desde su partida hacia el nuevo mundo, mas no ha vuelto con noticias. La profecía dice que nuestro heredero deberá volver a casa o, de lo contrario, contará con la pérdida de un ser próximo. Darío Laureano deberá formular su decisión antes de la próxima puesta de sol. Su reino lo espera, aguarda su venida y confía en él.
De pronto, las luces se encendieron, y Darren buscó la mano de su amiga, pero Matilda no estaba, solo había dejado una bolsa de dulces, que esperaba poder compartir con su amigo. En seguida comprendió que la profecía hablaba de Matilda cuando se refería a un ser próximo. Todos los alumnos salieron del aula, sin entender lo sucedido, pero él permaneció dentro, pensando. Se apoyó en la puerta, con la bolsa de dulces en la mano izquierda, con los ojos cerrados, intentando reprimir las lágrimas. Tenía que buscar una solución, no podía regresar y perder a Matilda, pero no había otra opción, así que volvió a su casa, entró en su habitación y recogió sus hojas, sus apuntes, y los metió en su mochila. Cogió su máquina del tiempo, que en apariencia era un simple reloj de sol, y volvió a su casa. Allí se encontró a Matilda, junto a su padre. Con mucha tristeza, le dijo que ella debía regresar.
-Darren, nunca te olvidaré.
-Lo sé. Yo tampoco te olvidaré nunca. Toma, quiero que tengas algo que te permita estar conmigo -se quitó el colgante y se lo dio en la mano-. La piedra que contiene cambiará de color de acuerdo con mi estado de ánimo.
Matilda se echó a llorar, y Darren puso la máquina del tiempo en sus manos. Matilda se desvaneció, llevándose el colgante, y Darren se quedó ahí, con los dulces.
Ambos se recordaron felices, y en sus corazones quedó el recuerdo del aula 316, que los unió para siempre.

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