Un día cualquiera, como
cualquier otro. Me levanto pensando en la conversación que tuve anoche con quién
sabe qué mente privilegiada sobre quién sabe qué aspecto de la vida. Entonces
miro el armario... y acabo, sin darme cuenta, poniéndome siempre una prenda
negra. Sigo intentando descifrar la razón de esa coincidencia cada mañana.
Pasado esto hago los rituales típicos de toda persona civilizada (aunque no por
ello ordenada). Me dirijo al instituto con ojeras de mayor o menor tamaño,
proporcional al interés de la conversación de anoche. Entonces viene la larga
serie de clases, que unos días son interminables, y otros pasan volando. Y
entonces a comer, gran ritual, siempre que mis padres no hayan decidido hacer
coliflor. Y entonces es cuando viene lo mejor del día: el conservatorio. Música,
música, música... Durante toda la tarde. Durante esas horas, mi mente vaga por
muchos sitios diferentes, por lo que me resulta difícil atender a mis
compañeros, que comparten conmigo sus dudas sobre transporte o sobre un
movimiento musical u otro. Y cojo el metro para volver a casa después de tanta actividad
leyendo un libro o simplemente escuchando música mientras contemplo a los otros
pasajeros, que me miran con mala leche porque observo sus movimientos, como de
costumbre. Y llego a casa y, si tengo suerte, y después de deberes y cena,
habrá ensayo de la orquesta, o de la banda. O, de no haberlo, tendré otra de
esas conversaciones que me quitan el sueño y me dibujan líneas moradas
inofensivas bajo los ojos, que me acompañan durante cada día recordándome lo
bueno que es reflexionar.
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