domingo, 20 de enero de 2013


Un día cualquiera, como cualquier otro. Me levanto pensando en la conversación que tuve anoche con quién sabe qué mente privilegiada sobre quién sabe qué aspecto de la vida. Entonces miro el armario... y acabo, sin darme cuenta, poniéndome siempre una prenda negra. Sigo intentando descifrar la razón de esa coincidencia cada mañana. Pasado esto hago los rituales típicos de toda persona civilizada (aunque no por ello ordenada). Me dirijo al instituto con ojeras de mayor o menor tamaño, proporcional al interés de la conversación de anoche. Entonces viene la larga serie de clases, que unos días son interminables, y otros pasan volando. Y entonces a comer, gran ritual, siempre que mis padres no hayan decidido hacer coliflor. Y entonces es cuando viene lo mejor del día: el conservatorio. Música, música, música... Durante toda la tarde. Durante esas horas, mi mente vaga por muchos sitios diferentes, por lo que me resulta difícil atender a mis compañeros, que comparten conmigo sus dudas sobre transporte o sobre un movimiento musical u otro. Y cojo el metro para volver a casa después de tanta actividad leyendo un libro o simplemente escuchando música mientras contemplo a los otros pasajeros, que me miran con mala leche porque observo sus movimientos, como de costumbre. Y llego a casa y, si tengo suerte, y después de deberes y cena, habrá ensayo de la orquesta, o de la banda. O, de no haberlo, tendré otra de esas conversaciones que me quitan el sueño y me dibujan líneas moradas inofensivas bajo los ojos, que me acompañan durante cada día recordándome lo bueno que es reflexionar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario