El mundo cambia, pero las
injusticias se quedan. Queda la codicia, el querer y no poder, el deseo de
sobresalir, las muertes por aplastamiento. Y, sin embargo, todos apuntamos al
mismo punto: el cielo. Cada uno elige su forma de alcanzarlo.
Cuando nací no me dijeron
que hoy conocería la riqueza. Tampoco me dijeron qué era. Cuando era niña
pensaba que todos queríamos lo mismo, la felicidad, que todos luchábamos por
conseguirla. Pero entonces llegó el día en que abrí los ojos, y ante mí descubrí
una tarima de oro, comprada con papeles de colores por señores trajeados. Me
pareció fácil. Resultaba divertido conseguir oro a cambio de papel.
Naturalmente, no vi la
otra cara de la moneda: niños abrigados solo con el calor de sus madres, con
lágrimas en los ojos, sin casa, salud ni suerte. Más tarde comprendí que aquello
también formaba parte de la vida. Esos señores con traje capturaban la imagen
de las personas, y la convertían en tarimas de oro, a las que se subían para
controlar los cuerpos sin alma.
Desde entonces me
pregunto por qué los señores trajeados no pueden buscar riquezas distintas, no
pueden ver los ojos de los niños y sentir la pena de sus madres. Quizá no esté
todo perdido, tal vez podamos hacer algo.
Los falsos señores con
traje han creado un concepto erróneo de gobernante, de político, de
representante. Esta situación se ha convertido en una crisis de valores, más
allá de una crisis basada en la riqueza material. Por eso, ahora más que nunca,
debemos trabajar por derrocar ese concepto falso de político. Debemos confiar
en una empresa colectiva, que se base en la solidaridad, la empatía, la fuerza
de voluntad, la ilusión. Necesitamos estar unidos. La unión hace la fuerza. En
la unión está el cambio.
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